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Michelangelo Buonarroti

DIOS EXISTE: YO, ATEA, DOY FE DE ESO

Mi testimonio

Cada pueblo tiene la ingenua convicción de ser la mejor ocurrencia de Dios.

Theodor Heuss

Publicado: 2014-02-23

¿Cuántos debates y polémicas se han dado sobre la existencia de Dios? En mis quince años de atea he presenciado y mantenido un sinfín de ellos. Después de tanto debatir, he llegado a la conclusión de que definitivamente existe. 

Es innegable. No puede no existir si es el pilar de vida de millones de personas en el mundo y ha llevado a acciones inimaginables a sus seguidores. Muchas vidas han cambiado por la fe en Dios. Incluso la mía.

Provengo de un hogar católico, estudié la secundaria en un colegio de monjas franciscanas y fui catequista de comunión y confirmación. No puedo negar que cambió mi vida. No puedo negar su existencia.

Incluso hay días en que me sorprendo a mí misma cantando canciones religiosas que las monjas nos enseñaban todos los viernes en el patio así hiciera frío o calor. También hay ocasiones en las que digo “¡Dios mío!” cuando algo me sorprende.

Dios existe. Pero no existe.

“Si te portas bien, te dará una recompensa; pero si te portas mal, ni lo pienses”. Es la imagen menos maligna de Dios: Papá Noel. Él no castiga, solo deja de darnos regalos. El mal comportamiento no trae como consecuencia un pasaje obligado al infierno: o no trae nada o trae una media.

Papá Noel ha cambiado la vida de muchos niños. ¿Cuántos no se han detenido antes de hacer una travesura —especialmente cerca de Navidad— y han concluido que es mejor no hacerla? Además, pueden ver innumerables representaciones de él por todos lados: barrigón, barbón y bonachón. ¡Claro que existe!

También Superman, el Grinch y las almas en pena. Pero sus concepciones pertenecen a la realidad y en sí no son reales. Son constructos abstractos. Inmateriales. Ideales. Como también lo son los números. Y los números han cambiado nuestras vidas.

Sus existencias pertenecen a la realidad porque son significados que se corresponden con un significante, sin embargo, su existencia ontológica no va más allá de nuestra imaginación. Si no existieran como construcciones, no podríamos hablar de ellos.

Dios cambió mi vida, y mucho.

Me enseñó a compartir, a no mentir, a no robar y a respetar la vida del prójimo. ¡Me enseñó la palabra “prójimo”!

También me enseñó a temer a la muerte, al pecado y a él mismo. Me dio una ética ajena y a juzgar y tener pena a quien no la compartiera. Me enseñó a bajar la cabeza si tenía una duda, a aceptar sin chistar su palabra, a repudiar mi inteligencia, mi imaginación y mi libertad. Me enseñó a no confiar en mí misma y a sentir culpa por no haber rezado en las noches. Me enseñó a sentirme una pieza en su rompecabezas.

Dios transformó mi vida, pero hubiera preferido que no lo hiciera. Hubiera preferido no cantarle bajo un frío intenso o un sol ardiente. Hubiera preferido no tener pesadillas con el infierno ni someter todo acto mío al juicio de un ser inexistente. En fin, hubiera preferido mantenerme alejada de su existencia de constructo abstracto y confiar en mis propias capacidades desde muy pequeña.

Soy una sobreviviente de Dios, de su construcción dañina y de la maraña impúdica que han tejido sus seguidores ideólogos. Me costó mucho tiempo, mucho esfuerzo mental y una lucha encarnizada contra mí misma y mi razón darme cuenta que todo lo bueno que pude aprender de él, lo pude aprender sin él; y que todo lo malo que aprendí de él, no era necesario que lo aprendiera. Y menos tan pequeña.

Mucho tiempo después, he encontrado que esta lucha fue similar a la que pasan quienes son víctimas de violencia psicológica.

Dios no es inocente.

Al ser una creación humana —es decir, al tener una existencia puramente ideal—, responde a las necesidades del grupo que asegura ser el escogido. Y a mí me tocó ser manipulada por uno de esos grupos.

No pienso negar que existen personas que ahora son mejores gracias a la creencia en su dios (o sus dioses), pero esas personas me dan miedo. No robar, no matar, no mentir son normas tan básicas de convivencia que quien no pueda respetarlas por sí mismo puede llegar a ser un peligro para la sociedad. Es mejor que esas personas crean en un dios (o varios).

El problema viene cuando por creer en su dios, asumen que todos deben hacerlo y se les ocurre castigar a quienes no lo hacen. En sus castigos a los herejes se desata todo lo que su dios les contuvo. Por eso es que no me sorprende leer por la red tantas maldiciones y amenazas.

No digo que todos los creyentes sean así. Los hay moderados. Incluso llegarían a comportarse igual si descubrieran que su dios no existe. Según mi experiencia, son los que no tienen miedo al infierno.

Creer en la existencia de un dios (o varios) no debería implicar un daño colateral para la sociedad. La fe, por definición, es personal y claro que puede compartirse, pero el hacerlo no debe significar una imposición. Ni siquiera los dogmas per se son dañinos, sino solo en la medida que su cuestionamiento conlleve a la desacreditación moral —como mínimo— y a la muerte, como en tantos casos, según la historia.

El Estado Laico es la alternativa más viable pues garantiza el derecho de creer en uno o más dioses y a la vez garantiza el derecho a afirmar que no exista ninguno sin desmedro para nadie.

Conozco a varios creyentes que están a favor del Estado Laico y los admiro: sus convicciones son más grandes que sus dogmas, su apuesta por la humanidad es el signo más palpable de una ética centrada y justa. Mi saludo a tres de ellos: Héctor, Mijael y Víctor que desde el protestantismo, el anglicanismo y el Islam comparten conmigo la convicción de que la imposición de cualquier postura (incluida la del ateísmo) es un irrespeto a las personas y el camino más seguro al fascismo.


Escrito por

Doriss Vera

Literata y educadora


Publicado en

LAICISMO

Un Estado Laico garantiza la libertad de creer o no creer en uno o más dioses y que ninguna religión determine el futuro de todos.